La Montaña del Alma de Gao Xingjian
Una casualidad inicia esta novela: dos tazas de té entrechocan sobre la mesa de un compartimento de tren provocando el contacto entre dos desconocidos que han emprendido un largo viaje y poniendo al protagonista sobre la pista de una misteriosa montaña. Desde las primeras páginas, Xingjian aprovechará la decisión del protagonista de ir en busca de la Montaña del Alma, para hacer un retrato amplio y profundo de China, de su gente, de sus costumbres, de su forma de vida.
Pero pronto, el lector comprende que ese viaje carece de objetivo: es a la vez una huida y un retorno al pasado, a los años idos de la infancia, de la primera juventud. Los paisajes que atraviesan son una excusa para la introspección y el viaje realmente es un viaje interior. Y ahí es cuando, poco a poco, la novela va degenerando. La búsqueda de la Montaña del Alma desaparece de forma abrupta y solo queda una larga sucesión de capítulos inconexos. El narrador ya no parece dirigirse a ningún sitio y se limita a acumular las descripciones de paisajes, los recuerdos, las anécdotas, los diálogos. Pero tras ello no hay ninguna estructura sólida y, pese a que sigue habiendo bellas descripciones e interesantes observaciones sobre la historia del país, este humilde lector fue poco a poco perdiendo todo interés.
Es en el capítulo 72, cuando Gao Xingjian considera oportuno mostrar abiertamente sus cartas al lector. Y es entonces, cuando uno tiene la ocasión de constatar, por si su propia sensibilidad no se lo hubiera advertido tras más de 580 páginas, que la narración ha sido escrita “ignorando” deliberadamente las normas básicas del arte de escribir.
Nos encontramos pues ante una novela que tiene el raro don de ser brillante a la vez que fatigosa, lo que la convierte en una lectura a la que por momentos se entrega uno con pasión, para caer después en el deseo de abandonarla.