Vikingos en América

Cómo los Vikingos cruzaron el Atlántico sin brújula ni cartas de navegación.

Los Vikingos llegaron a América del Norte casi 500 años antes que Cristóbal Colón. Este es un hecho histórico. Las pruebas, escritas y arqueológicas, no dejan lugar a dudas: en una fecha próxima al milenio hombres cuyos vínculos culturales se extendían más allá de Groenlandia e Islandia hasta Escandinavia llegaron a las costas de América del Norte. Negar o incluso dudar de esto sería hacer caso omiso de los abrumadores testimonio históricos de lo que se conoce como la Era Vikinga (s. IX-XII).

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El viento que inflaba las velas debía de ser enviado por los Dioses. Se mostraba caprichoso y empujaba a Eric el Rojo hacia el Oeste, cada vez más hacia el exilio. Llevaban días navegando rumbo a lo desconocido y había perdido toda esperanza de volver a ver tierra cuando la gigantesca masa de Groenlandia se perfiló en el horizonte.

La historia de esta primera visión de Groenlandia, en el siglo X, dio origen a una leyenda popular islandesa, al igual que su posterior colonización por un héroe obligado a adentrarse en el tempestuoso océano. El heroísmo de los vikingos consistía en su capacidad de seguir los vientos y las corrientes sirviéndose de la navegación “ambiental” –la posición del sol, los astros, los vientos y las corrientes marinas– para fijar su rumbo.

Cuando se aproximaban a tierra se guiaban por las nubes o por el vuelo de las aves autóctonas, como hicieron los legendarios descubridores de Islandia en el siglo X, que lanzaron cuervos a intervalos regulares y los siguientes hasta tierra.

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Una serie de corrientes, vientos e islotes unen Noruega y Terranova a través del Atlántico Norte. La habilidad de los vikingos para surcar los mares sin cartas de navegación ni instrumentos apropiados resulta milagrosa para los marineros modernos.

 Embarcaciones de roble y hierro

La sabiduría heredada y la propia experiencia guiaron a los pobladores que siguieron a Leif Ericsson, hijo de Eric el Rojo, hasta Terranova a comienzos del siglo XI. Sus embarcaciones no eran las esbeltas naves-serpiente usadas en las invasiones vikingas en el continente europeo, ni tampoco las “espléndidas bestias con boca de oro” celebradas por los poetas nórdicos, sino navíos anchos y profundos similares a los desenterrados por los arqueólogos en Skuldelev (Dinamarca), en 1962.

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Fuente: Museo de barcos vikingos (Vikingeskibs Museet). Roskilde, Dinamarca.

Estos barcos medían 15 metros de eslora y 4.5 metros de calado. Sus tablones de pino, fresno o roble se recubrían con pelo de animal sumergido en resina de pino y a continuación se aseguraban con remaches de hierro.

El palo mayor llevaba una vela cangreja de lienzo grueso, que resultaba especialmente eficaz con el viento en popa. La embarcación se gobernaba con un timón instalado en el costado de estribor, cerca de la popa, y tres o cuatro remos en la parte de la proa que se usaban para maniobrar en espacios pequeños. Aunque había cubiertas en la proa y popa, la bodega central, donde se almacenaba la carga y las provisiones, estaba a cielo abierto.

Las provisiones  –alimentos en salazón, leche agria y cerveza– se apilaban también envueltas en pieles de animal o en barricas, pero resultaba casi imposible mantenerlas secas. No se podía cocinar a bordo, pero todos los barcos llevaban grandes calderos para cocinar en la costa siempre que era posible.

Navegar sin instrumentos adecuados, rumbo a regiones ignotas y sembradas de icebergs se nos antoja una extraña empresa y, sin embrago, las razones que invitaron a zarpar a los vikingos hacia América nos resultan familiares a lo largo de la Historia. Según fuentes noruegas de 1240: “uno de los motivos es la fama, otro la curiosidad y el tercero la codicia”.