Leyenda de Jalisco: El palacio de la ahorcada

Blanca ella y bonita; los ojos dulces, levemente rasgados, como de una princesa oriental, y con un aire de melancolía. Negro el pelo y con ondulaciones blandas que venían a descansarle en los hombros. El cuello erguido, con altivez de garza que pasea su figura con displicente arrogancia. Así era Doña Ana Pareja.

Alboreaba el siglo XVII y Guadalajara vivía su vida interior, es decir, llenaba sus días con los sucesos familiares, el rumiar silencioso de los colores del aire, si no había, a veces, el caso de un escándalo en la Audiencia, o un enfrentamiento de miembros de ésta y de alguna orden religiosa o convento,

Allá casi al borde del riachuelo de San Juan de Dios, adelante de esta iglesia se erguía entonces solitario y adusto, un imponente caserón de adobe, con portones y ventanales de piedra, enrejados de trabajada herrería y un enjalbe que no llegaba a mantener su blancura porque los ventarrones y las lluvias se ponía sin descanso a pintarle chorreaduras negras.

Adentro, un cuadro empedrado con pequeños guijos de río, y un pozo de lazo a la mitad; luego una portalera alrededor de arcos achaparrados. La planta de arriba dejaba asomar un juego de pequeñas ventanas. Al interior, estancias y más estancias, una y la que sigue, con su aire en sordina, con sus luces desvanecidas, con su aliento de humedad.

Era el año de 1608. Guadalajara se dormía en el correr de los días, al toque de las campanas, al tañer lejano de una vihuela en la noche, al trote andantino de unos cascos de caballo repiqueteando en las piedras de la calle.

Vivía en el palacio nombrado, ahí en las riberas casi -unos jarales siempre verdes y unos arbustos añosos- del río de San Juan de Dios, el Licenciado Don Francisco Pareja, oidor decano del Nuevo Reino de la Galicia; su mujer y carios hijos; entre ellos, Doña Ana, la hija mayor, también la consentida del señor oidor.

Tan consentida por su padre Doña Ana que no consintió verla más tiempo recluida con las monjas de Nuestra Señora de Gracia. Hacia allá se le había escapado la chiquilla, apenas de 11 años; la sedujo el aire de beatitud del convento, el angelical perfil de las monjas, los salmos, el silencio profundo de las crujías conventuales. Allí habría pasado toda su vida…

Sólo permaneció ocho años, pues cuando andaba acercándose a los veinte, llegó Don Francisco Pareja y con su autoridad civil y con la fuerza de un mandato de padre, sacó a su hija del convento y la llevó a vivir a su ancho, umbroso caserón que Chavez Hayhoe describió: “inmenso en su mole, triste en su aspecto, desafiante en su macicez”.

No la quería religiosa, sino casada; esto dijo Don Francisco a su hija y al cabo de un año desde que la sacó de Santa María de Gracia, “ya la tenía casada con un mancebo noble y rico el cual le dio muchas joyas y prendas. Hízose una boda con gran solemnidad y aparato, con regocijo de máscaras y toros, asó por la calidad del esposo, Don Pedro de Salcedo, como por la autoridad de los padres y las nobles prendas de la novia”.

Pero Doña Ana no era feliz, apenas cambiaba palabra con su consorte a quien de hecho conoció el día de la boda. Le fastidiaban sus arrumacos, la exasperaban sus mimos y no consentía que la tocara ni con la punta de los dedos.

Y empezó la señora a ponerse pálida, con los ojos apagados, con los labios blanquecinos y secos. Y el endrino color de su pelo se le volvió pardo y sin brillo. Caminaba como un fantasma, como anima en pena por los corredores y pasillos, de muy diverso modo a la dignidad altiva que antes había tenido,

De pronto prorrumpía en gemidos largos, en ayes de dolor que resonaban en el vetusto caserón: “Ay, triste de ti, que dejaste a Dios por un hombre. ¿Qué se hicieron tantos años gastados en el monasterio? ¿En qué pararon tantos regalos y mercedes divinas? Todo se acabó. ¡Condenada estás!

El Licenciado Agustín Yáñez pinta el desenlace de aquella historia a golpes recios de llameante fuerza:

“El hermano mayor de Doña Ana, Don Diego, no era menos infeliz; también obligado por su padre a abrazar el estado eclesiástico, constituía el escándalo de la ciudad: crápula, riñas y malos dichos lo taraban y no podía tener otro fin: a la salida de un fandango lo mataron y su cuerpo fue tirado al río de San Juan de Dios.

De la conturbación familiar se aprovechó Doña para suicidarse, ahorcándose; el oidor Don Francisco, gravemente enfermo por haber caído en uno de los intentos suicidad de Doña Ana, tampoco resistió el golpe de la fatalidad y murió al amanecer.

Los cuerpos de los varones hallaron reposo en San Francisco; pero la suicida -que dio origen a lo que después se conocería como el Palacio de la Ahorcada-, no logró lugar sagrado: se le enterró como bestia, y ello fue lo que más conmovió a la horrorizada población”.