¿Cómo juzgaba a los herejes la Inquisición española?

Auto de fe de la inquisición. Francisco de Goya. 1812-1819

Una larga fila de reos acusados de herejía por la Inquisición era conducida hacia la cámara de tortura. Uno a uno, los acusados –hombres y mujeres– eran arrojados a un sótano donde un grupo de encapuchados se disponía a hacer que se retractasen de sus creencias y salvasen sus almas.

En 1483 se creó el Consejo de la Suprema y General Inquisición, y fue nombrado inquisidor general el dominico fray Tomás de Torquemada, que es recordado como símbolo de fanatismo y crueldad.

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Una imagen del infierno

El objetivo principal de Torquemada eran los conversos –musulmanes y judíos convertidos al cristianismo–. Los herejes eran arrestados y aquellos que se negaban a retractarse eran entregados, en última instancia, a los torturadores.

Si bien la Inquisición se considera hoy en día como sinónimo de persecución y tortura, en muchos casos los acusados eran condenados solamente al ayuno, la oración o la confiscación de sus bienes y propiedades, como habían hecho anteriormente las Inquisiciones de Francia e Italia durante los siglos XI y XII.

La Inquisición española, sin embargo, fue más allá que sus predecesoras. El Papa Sixto IV, que había otorgado a los Reyes Católicos en 1478 la facultad de nombrar los inquisidores, intentó limitar los poderes de estos últimos por considerarlos demasiado severos, pero los monarcas españoles vieron en la Inquisición un poderoso medio de imponer la unidad política y religiosa.

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Con la conquista de Granada y la unificación de España en 1492, el dominico fray Torquemada insistió sobre la necesaria expulsión de los judíos de los territorios cristianos y, finalmente, sus argumentos fueron escuchados por los Reyes Católicos.

Con frecuencia la sola visión de la tenebrosa cámara de tortura y de sus taciturnos guardianes bastaba para que el reo se retractase. A aquellos que no se retractaban se les desnudaba y se les mostraba el instrumento de tortura que les iban a aplicar; si aun así no conseguía quebrantar su voluntad, los torturadores ponían manos a la obra. A finales del siglo XV casi todos los tribunales civiles de Europa permitían la tortura. Las víctimas más afortunadas eran interrogadas en sus domicilios privados.

Tortura en el nombre de Dios

Un instrumento de tortura frecuente era el “montacargas”, en este se colocaban unos pesos en los pies de la víctima y se le ataban las manos a la espalda. Una soga –que pasaba por una polea anclada en el techo– tiraba lentamente hacia arriba del torturado, cuyos brazos aguantaban todo el peso del cuerpo. Otros suplicios consistían en colgar a la víctima cabeza abajo, estirarla en el potro o atarla a unas argollas y colocarla descalza sobre el fuego.

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Según el Consejo de la Suprema y General Inquisición, ningún reo debía ser torturado más de dos veces, y las sesiones de tortura no debían exceder de 15 minutos. Pese a los tormentos a que eran sometidos, muchos herejes se negaban a doblegarse, entonces eran entregados a las autoridades civiles, las únicas que tenían potestad para condenar a muerte. Tras raparles la cabeza y vestirlos con túnicas que mostraban el fuego del infierno, los verdugos ataban a los condenados a unos postes en las afueras de la ciudad y los quemaban vivos, lo que se conoce como auto de fe.

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Pese a todo, la Inquisición española no puede merecer especiales reproches, ya que su sistema penal y procesal participaba en las características del proceso ordinario en la jurisdicción civil y, salvo en los primeros tiempos, no usó a través de ellos especial rigor y crueldad, sin embargo fueron habituales en otros países.